Cuento: La princesa y el búho

(I)Érase una vez, en un tiempo lejano e inaccesible para la memoria, una princesa joven y hermosa, como todas las que habitan cuentos, que vivía en un castillo amplio y frío, con vistas sublimes a un mar azul turquesa y a una montaña tan blanca como lejana.

Su habitación estaba en una de las torres más solemnes y altas del edificio, que, aunque un poco desvencijado por fuera, mantenía por dentro un esplendor sólo igualable al de los sueños hermosos.

Sus padres, reyes ellos, claro, eran sus únicos padres; ella correspondía a ese gesto siendo su hija única y más querida. La amaban con locura, eso sí, locura real con etiqueta de gala, y no descuidaban ningún aspecto de su educación ni de su crecimiento. Tal era su mimo, que organizaban fiestas y espectáculos cada noche para divertirla, para entretenerla, para mantener su mente despierta y, de camino, para demostrarle su afecto sin tener que dirigirle la palabra más de lo imprescindible, que ya se sabe que es una forma de querer que a veces tienen los padres.

A pesar de sus desvelos, o precisamente por ellos, la princesa Bijín [Biyín], como la conocían los súbditos, aunque no era este su verdadero nombre, tenía problemas de insomnio. ¡Sí, sí! El destino es juguetón y travieso en los cuentos, lo mismo que en la vida. Y aunque nunca llegó a ser la “Princesa Desvelada”, este asunto traía a toda la familia buenas dosis de preocupación.

El caso es que Bijín no podía conciliar bien el sueño. No era miedo a la oscuridad ni otros problemas del estilo; sino más bien una ausencia, una curiosidad, un qué sé yo que ponía su cabeza a funcionar aceleradamente en cuanto se recostaba a solas en lo alto de aquel torreón. Veía pasar las horas, las lunas, las estrellas y las sombras. Contaba ovejas, corderos, hormigas… Pero sólo cuando el sol iba esclareciendo la madrugada, el cansancio la vencía y podía, por fin, cerrar los ojos un ratito, aunque el sueño nunca llegaba.

Probó todos los tratamientos que sus padres pudieron pagar, que fueron muchos. Todos los remedios y todas las curas fueron fracasando mientras la princesa crecía más rápidamente en cada primavera. Hasta que al final, dejó de tomar potingues y brebajes, y decidió aceptar aquella situación con resignación.

Una de esas noches de insomnio y pensamientos, la princesa observó con sorpresa como un gran búho de ojos penetrantes decidió reposar sobre el alféizar de su ventana. Este elegante pájaro, seguramente hambriento y en labores de caza, andaba un poco equivocado de cuento, porque, como es bien sabido, los ratones de los que se alimenta no son bien recibidos en las casas de alcurnia y abolengo, salvo quizá, en la de Cenicienta.